Hace unos días, en un encuentro del Movimiento para la Transición, hicimos un ejercicio muy interesante. Trazamos una línea imaginaria de punta a punta de la sala y nos situamos encima de ella ordenados secuencialmente según el número de habitantes de nuestra localidad. Había personas que procedían de ciudades de muchos millones de habitantes, otras de centenares de miles y algunas nos situamos alrededor de los 100-300 habitantes. La siguiente pregunta utilizó el segundo eje como representación de cómo de resiliente sentíamos nuestra comunidad. Cerca de la pared Sur lo menos resilientes, pared contraria para las más resilientes. Aunque las personas de pequeñas localidades nos manifestamos como posiblemente más resilientes, mentalmente trazaba nuestra dependencia total al petróleo. Pero la última pregunta nos llevó a un nuevo imaginario: ¿cuánta esperanza teníamos en que se impusiera un modo de vida más respetuoso y resiliente?
Y aquí es donde todavía la cabeza me retumba y cuando todavía me está costando dormir. Siento verdadero pánico ante el futuro de la sociedad y del mundo. A veces lo relaciono con ser padre de dos maravillosas personas, pero me engaño porque no puedo poner toda la responsabilidad sobre ellas. Instintivamente, a diario bloqueo mis pensamientos negativos sobre el colapso y me sobrepongo para poder vivir en el aquí y el ahora. Pero ante dicha pregunta, tenía que posicionarme. Podéis imaginar que seguí estando al final de la línea, ahora sintiéndome los latidos del corazón y con dificultades para hablar. Y en el otro extremo, positivismo máximo entre ciudadanas de las grandes urbes del mundo.
Me siento muy alejado del sueño por la adaptación a un mundo más consciente. Cada día que me levanto percibo la inconsistencia del mundo rural que me rodea, del engaño del sector primario productivo. Esos campos verdes previamente labrados son el decorado de cartón piedra del mayor estudio de películas del mundo. Se acabaron los límites de la naturaleza, todo lo que allí crece es fósforo del Sáhara y petróleo en distinto estado de transformación. Cada caloría que llega a la ciudad es una moneda más para la apuesta final. Animales ingiriendo lo que un día fue el Amazonas, ahora aliñado con antibióticos.
Mirando hacia otro lado, el panorama es peor. Tecnología personal para despersonalizarnos, móvil para maniatarnos. Necesidades básicas no cubiertas de amor y afecto provocan una sexualización de la sociedad que llega a límites agresivos, violentos y terriblemente perversos. Necesidades básicas no cubiertas de tiempo para nosotras nos hacen ingerir comida cada vez más blanda, envuelta en plástico; hijos e hijas encerrados en actividades extraescolares, pantallas y ruido. Llenamos los océanos de plásticos mientras desertificamos nuestro paisaje para disponer de todas nuestras comodidades. Y podría seguir pero tampoco iríamos a ninguna parte…
La buena noticia es que la fecha de caducidad está más cerca de lo que pensamos: 2022. Creo que este año será clave para evidenciar las consecuencias de lo que estamos consumiendo ahora, de la incoherencia de la economía vaporizada. Leyendo y siguiendo personas dedicadas al tema (recomiendo mucho el blog de Antonio Turiel, Licenciado en CC. Físicas y CC. Matemáticas, Doctor en Física Teórica y Científico titular en el Institut de Ciències del Mar del CSIC), podemos empezar a apostar que lo primero que sucederá será la carencia de ciertos materiales necesarios para la industria (Litio, Fósforo, Cobre…). Lo segundo, un nuevo paro al crédito como consecuencia de las deudas internas de los grandes países (China, Rusia, Brasil, etc). Y lo tercero y definitivo para el «ultradesarrollo» será el encarecimiento y progresiva carencia de las energías fósiles.
Transformar el pesimismo en acción
Llegados a este punto, es difícil justificar la vida que llevo; si sabemos que todo está perdido, tenemos la opción más coherente de irnos ya del mundo, o bien unirnos a la gran orgía energética y seguir abusando de ello mientras podamos. Pero resulta que hay un estado opuesto que me emociona a levantarme y seguir trabajando en la acción en positivo. Acciones como participar en el diseño de granjas productivas, encontrarme con personas afines y trazar estrategias globales, plantar centenares de árboles, rehidratar el paisaje, charlar sobre el futuro o rediseñar mi vida constantemente, me hacen vibrar.
El trabajo del día a día, del aprendizaje compartido, es actuar en nuestras zonas más cercanas. Compasión propia, análisis de necesidades reales, identificación de incoherencias y estrategias de cambio me invitan a soñar que cada una tenemos mucho a decir y hacer. Como decía Ben Falk, yo sí quiero que mi huella energética sea grande, incluso enorme, pero en positivo. Quiero que el mundo sea un poco mejor después de mi existencia, porque solo si todas lo hacemos, el mundo será todavía más increíble.
Seguir viviendo enganchado a uno de los valores con más peso del capitalismo, la importancia del objetivo o del fin, es un error. Empecemos
2 Comentarios
Cuanto más te leo más ganas tengo de conocerte. Chapeau, me encanta tu enfoque y lo comparto 100%. Un abrazo y ánimo compañero. No estamos solos.
Jonás, ya sabes que también yo me siento muy afín a tu trabajo diario. Confianza, perseverancia y veneración. Seguro que nos conocemos antes que tarde. Sería genial si te animas a venir a la próxima Convergencia de Permacultura en el Sur de la Península!