Tengo la sensación de que después de esta primera oleada confinatoria, nada volverá a ser lo de antes. Es probable que la economía caiga más que en anteriores crisis sistémicas, y es todavía más probable que en otoño se le una la crisis energética. Ahora ya no habrá soluciones mágicas para crear el sector servicios, bajar precios del barril de brent, aumentar salarios para comprar más o dar créditos con el mismo propósito. Entramos en una etapa histórica de la que poco sabemos.
El Estado del bienestar hace tiempo se fue diluyendo en la duermevuela del consumismo. Hemos podido viajar con avión cuando lo hemos deseado. Hemos tenido todos los electrodomésticos a nuestro servicio, incluso mayordomos virtuales que nos hacen la compra. Podemos comprar en todo el mundo desde nuestro sofá. Acceso a centenares de series y películas, millones de canciones. Levantamos edificios en menos tiempo de lo que requería hacer una sola habitación hace 300 años. Y, por encima de todo, comemos todo lo que queremos en el momento que nos apetece.
En realidad, este estado del bienestar ha dado paso al estado de la comodidad. No tenemos mejor calidad de vida, hemos creado mayor comodidad de vida. Pero esa comodidad tiene unas deudas ambientales que jamás hemos considerado. Hemos conseguido respirar el aire más tóxico de la historia, hemos llenado los vertederos de residuos tóxicos procedentes de las cápsulas de café, de los plásticos que rodean las frutas y verduras y todos los envases de nuestras cervezas y leches vegetales. Vivimos en casas cada vez más alejadas del hogar. Ya no huelen a comida horneada, ni leña, ni flores recién cortadas. Las viviendas son contenedores de nuestro consumo digital. Construcciones que no respiran, radiaciones electromagnéticas de las que no sabemos efectos a larga exposición, pinturas con metales pesados que se acumulan en nuestro organismo y un estilo Ikea de líneas más rectas que nuestros asistentes digitales. Nos evadimos cuando podemos a comer fuera, a pasear, a la segunda residencia o de viaje. Para seguir generando una huella ecológica personal que en 20 años ha sido mayor que la del ser humano en toda su historia. Hemos confinado millones de animales en granjas industriales mientras las familias ganaderas, que cuidan y aman sus tierras, tienen que vender sus granjas en favor de la «trazabilidad y seguridad alimentaria». Nos hemos convencido que todos estos logros nos harían tener más tiempo para ser felices. En realidad, nos han dado más tiempo para seguir consumiendo.
Como decían en el documental Planet Ocean, «la naturaleza no tolera los excesos». Y en eso estamos, con un virus que ha resquebrajado nuestra comodidad. De repente, nuestra libertad ha sido coartada. Y no nos hemos dado cuenta que cada acción por aumentar nuestra comodidad, estaba coartando la libertad de alguien. No es cierto que nuestra libertad termina donde empieza la del otro, nuestra libertad siempre lleva inherentemente un impacto ambiental, económico o social que afecta otras personas. Volar, comer, viajar, comprar, han roto los límites físicos del planeta. Y ha engullido las oportunidades para las generaciones venideras.
Ahora tocará arremangarse. Entender que esta nueva etapa necesitará menos consumo, más personas trabajando en la tierra proveyendo de necesidades básicas, más redes de intercambio, más escucha y contacto.
Sigamos apostando por una buena reserva de semillas, porque vendrán tiempos de incertidumbre. Buena fertilidad, mejor salud y muchos ánimos.
2 Comentarios
!Cuanta razón llevabas Sergio¡ Es una situación terrible.
Un artículo muy interesante, y perfectamente explicado. No siempre vamos a poder vivir en un estado de comodidad, creo que todos los países están igual y aunque España se ha visto muy maltratada por esta pandemia, creo que todos los ciudadanos tenemos que ser consciente que tenemos que luchar por nuestro pais, aportando en lo que podamos, ya sea trabajando, generando trabajo, ayudando a nuestro agricultores… ¡Estoy segura que este virus, no podrá con nosotros!