A medida que me acomodaba en el tren de vuelta hacia Barcelona, me resonaba con qué facilidad sufrimos pequeñas muertes a diario. Cuando se acaba el día nos acostamos para dormir y despertarnos reparados y listos para empezar un nuevo día; un día que será una pequeña vida de 16 horas y que terminará gracias a la muerte y un nuevo descanso reparador.
En el interior de este ciclo vital también tenemos la oportunidad de dar vida y muerte a nuestras acciones. Podemos sembrar algunas plantas, o bien cortarlas para aprovecharlas. Iniciamos proyectos y los cerramos con añoranza. Relaciones, objetos y pensamientos que aparecen y desaparecen para dejar paso a nuevas opciones. Vida y muerte en constante intercambio que tan incómodo nos resulta aceptar.
Los seres humanos ansiamos vivir más, incluso indefinidamente si tuviéramos la posibilidad. Pero con esta actitud no somos capaces de ver que la vida solo existe gracias a la muerte, que la naturaleza evoluciona gracias al fin de todas las cosas. Sé que mis hijos serán mejores personas que yo, sé que sus descendientes serán incluso mejor que ellos. Y estas personas tendrán la posibilidad de mejorar el mundo gracias a nuestra muerte, la muerte de una sociedad que probablemente dará sus frutos en las generaciones venideras.
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